Casa de las Muertes
Álvarez Villar, en la segunda edición de la monografía que dedicó a esta casa, atribuye la propiedad a su arquitecto, Juan de Álava o de Ibarra, que de las dos formas firmaba, extremo que explica la existencia en la fachada de los escudos propios del apellido Anunciabay-Ibarra, con un árbol y dos cabras empinadas sobre el tronco, como los símbolos arquitectónicos de los tenantes, labrados en el dintel de ingreso, entre bellos roleos. Su erección debió de tener lugar entre 1510 y 1528 para vivienda personal del arquitecto, extremo que coloca a Juan de Ibarra como caso excepcional dentro de su gremio en lo que a status socioeconómico se refiere, pues no es la norma que un profesional de la arquitectura, incluso de reconocido prestigio, en la España quinientista pudiera disfrutar de una posición tan desahogada que le permitiera disponer de vivienda de tal categoría. Esta atribución de Álvarez Villar pone pues, punto final a las leyendas que narran muertes violentas, unidas, cómo no, a lances amorosos entre bellas damas y galantes caballeros.
Construido en piedra arenisca es un edificio señero de lo que podemos considerar el plateresco menor, entendiendo este epíteto en cuanto a tamaño, pues por lo demás es obra preciosa, cuya fachada, de tipo estandarte, se caracteriza por la simetría, sólo rota por el balcón izquierdo. Toda ella luce galas protorrenacentistas muy finas, de raíz cuatrocentesca; así el citado dintel de la puerta de ingreso. En el eje medial de la fachada, a plomo sobre la puerta, se rasgó un balcón sobre el que se repite el escudo de abajo sostenido por tenantes que dirigen sus miradas al busto, sin duda retrato, tal vez mortuorio, de «El Severissimo Fonseca Patriarcha Alexandrino», cuyas armas aparecen engalanando el broche de la capa pluvial que viste, y que ayudaría al arquitecto en su carrera profesional. El segundo piso rasga dos ventanas con dinteles con bichas y pilastras con grutescos entre columnas corintias sobre pedestales, que apean sobre calaveras -muertes-, fruto de la restauración de José Varela en 1962, que no hizo sino volver a la solución primigenia que dio nombre a la casa, rematada en lo alto por una cornisa con cabezas de querubines y entalladuras. Particular interés tienen los personajes de los seis medallones que adornan esta fachadita y que dirigen sus miradas al eje central. No sabemos a quién representen, pero son muy bellos y relacionables artísticamente con los de la fachada de San Esteban y con los del claustro del Colegio del Arzobispo.